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Allí podría mantenerse oculto algún tiempo; allí desembarcaría. La verdad era que la fatiga —no solamente fatiga de los músculos o los nervios, sino cansancio de la vida, nostalgia del fin y de la tumba— se había apoderado de él.

Todavía podría descansar un poco. Una vez más podría respirar el fragante aire de su tierra natal, una vez más despedirse del mundo.

Allí gozaría de reposo, aunque sólo fuera por un día o por una hora. Inmediatamente de desembarcar, invocó reverentemente los lares de la casa. Este hombre de sesenta y cuatro años estaba cansado en extremo y el viaje lo había agotado, así es que se acostó en el cuhiculum, relajó sus miembros y cerró sus ojos.

En un dormitar gentil pudo tener un goce anticipado del descanso eterno que estaba próximo. Pero apenas encontró reposo cuando fue despertado por un fiel esclavo que entró atropelladamente en la habitación.

Que su señor huya instantáneamente; una litera estaba pronta; los esclavos se armarían para protegerlo; la distancia hasta el barco era corta, y entonces estaría seguro. El fatigado anciano rehusó moverse. Estoy cansado de huir de un lado a otro y hastiado de la vida.

Déjenme perecer en el país que he intentado vanamente salvar". A la postre, sin embargo, sus leales criados pudieron persuadirle; esclavos armados condujeron la litera a través de un bosquecillo por una senda extraviada que los llevaría al embarcadero. Pero el traidor no quiso perdonar el precio prometido por el derramamiento de la sangre.

Apresuradamente llamó a un centurión y a algunos legionarios y, persiguiendo a Cicerón a través del bosque, se apoderaron de su presa. Los portadores armados que rodeaban la litera se dispusieron a pelear, pero el dueño les ordenó que depusieran su actitud.

En todo caso, su vida debía estar acercándose a su fin, ¿por qué debían sacrificarse otros hombres más jóvenes? En esta última hora, el hombre que se había mostrado siempre tan vacilante, inseguro, v rara vez valiente, demostró resolución e intrepidez. Como un verdadero romano sintió que él, como un maestro de filosofía del mundo, debía afrontar esta prueba última muriendo sin espanto — s apientissimus quisque aequissimo animo moritur.

Ante una orden suya, los esclavos se apartaron. Desarmado y sin oponer resistencia, Cicerón presentó su cabeza gris a los asesinos, diciendo con dignidad: "He sabido siempre ser mortal" — non ignoravi me mortalem genuisse. Pero los asesinos no querían filosofía; querían el premio prometido.

No hubo demora. Con un poderoso golpe, el centurión puso fin a la vida del hombre desarmado. Así pereció Marco Tulio Cicerón, el último campeón de la libertad romana, más heroico, más poderoso y más leal en esta hora final que lo había sido en los miles y miles de horas que había vivido antes.

A la tragedia siguió una sátira sangrienta. La urgencia con que Antonio había exigido este asesinato particular hizo suponer a los asesinos que la cabeza de Cicerón valía bien un precio especialmente bueno. Por supuesto, no llegarían a prever cuánto valor se atribuía al cerebro de este hombre por los intelectuales de su propio tiempo y de la posteridad, pero podían comprender perfectamente la suma que sería pagada por el triunviro que tan ansioso se había mostrado de quitar de en medio a este enemigo.

A fin de que no pudiera suscitarse cuestión sobre si eran ellos los que habían hecho el trabajo, resolvieron llevar a Antonio una prueba incontestable. Sin el menor escrúpulo, el jefe de la banda segó la cabeza y las manos del muerto, las puso en un saco que cargó sobre el hombro cuando aun chorreaba la sangre, y se encaminó fogosamente hacia Roma para deleitar al dictador con la noticia de que el famoso campeón de la República romana había sido sacrificado en la forma usual.

El bandido menor, el jefe de los asesinos, no había calculado mal. El asesino mayor, el que había ordenado el crimen, mostró su alegría con generosidad principesca. Marco Antonio podía permitirse ser liberal ahora que habían sido sacrificados y robados los mil hombres más ricos de Italia.

No menos de un millón de sestercios pagó al centurión por el saco manchado de sangre que contenía la cabeza y las manos del que había sido Marco Tulio Cicerón. Pero no quedaba satisfecha todavía con esto su sed de venganza. El odio feroz del hombre de la sangre al hombre superior en altura moral le permitió disponer una horrible afrenta — inconsciente de que la vergüenza por este hecho recaería sobre él hasta el fin de los tiempos—.

Ordenó que la cabeza y las manos de la víctima fueran clavadas en la tribuna desde la cual Cicerón había pedido al pueblo romano que se alzara contra Antonio v en defensa de la libertad de Roma. El populacho asistió al espectáculo al siguiente día. En medio del Foro, sobre la tribuna, estaba expuesta la cabeza del último campeón de la libertad.

Un gran clavo herrumbroso perforó la frente que había originado miles de grandes pensamientos; pálidos y contraídos, cerrados, estaban los labios que habían emitido más dulcemente que ningún otro las resonantes palabras del idioma latino; cerrados estaban los párpados para ocultar los ojos que por espacio de sesenta años habían velado a la República; impotentes estaban las manos que habían escrito las más bellas epístolas de la época.

Pero ninguna de las acusaciones que el famoso orador había lanzado desde esta tribuna contra la brutalidad, contra la furia del despotismo, contra el desorden, podría denunciar de manera tan convincente la eterna sinrazón de la fuerza como lo hacía ahora la cabeza austera y silenciosa del asesinado.

El terrible espectáculo de su cruel martirio tuvo poder más elocuente sobre las masas intimidadas que los más famosos discursos pronunciados por él desde este profanado Foro. Lo que se pretendió que fuera una humillación vergonzosa se convirtió en su última y más grande victoria.

LA CAÍDA DE BIZANCIO. EL día 5 de febrero de , un emisario secreto lleva la noticia al hijo mayor del sultán Murad, el joven Mohamed, de veintiún años, que se hallaba en el Asia Menor, de que su padre había muerto.

Sin cambiar una sola palabra con sus ministros, sin consultar a sus consejeros, el joven príncipe, a pesar de su abatimiento por la triste nueva, monta sobre uno de sus más briosos corceles y en una sola etapa salva la distancia de doscientos kilómetros que lo separaba del Bósforo y pasa a Gallípoli, en la orilla europea.

Revela allí a sus adictos la muerte de su progenitor; luego, a fin de evitar cualquier pretensión al trono, reúne tropas escogidas y las conduce a Adrianópolis, donde sin vacilar es reconocido como jefe del Estado otomano.

Desde un principio demuestra ya una cruel energía. Para apartar de sí a cualquier rival de su misma sangre, hace ahogar en un baño a su hermano, que todavía no ha llegado a la mayoría de edad, y en seguida, con astucia salvaje, ordena que ejecuten a su asesino.

La noticia de que en lugar del juicioso sultán Murad se ha erigido en sultán de los turcos el joven, impetuoso y ambicioso Mohamed llena de terror a Bizancio. Se sabe por múltiples espías que el codicioso monarca ha jurado adueñarse de la que a la sazón era la capital del mundo y que, pese a su juventud, ha pasado días y noches entregado a los cálculos estratégicos que han de proporcionarle la consecución de este proyecto de su vida.

También ponen de relieve todos los informes las extraordinarias facultades militares y diplomáticas del nuevo padichá Mohamed, a la vez piadoso y brutal, apasionado y reservado.

Hombre culto, amante del arte, que lee en latín las obras de César y las biografías de los romanos ilustres, es al propio tiempo un bárbaro que vierte la sangre como agua.

Este joven de ojos bellos y melancólicos y ganchuda nariz de papagayo se manifiesta incansable trabajador, arrojado soldado y escrupuloso diplomático. Todas estas fuerzas convergen sobre la misma idea: la de aventajar a su abuelo Bayaceto y a su padre, Murad, que habían mostrado por primera vez a Europa la valía militar de la nueva nación otomana.

Se presiente, se sabe que su primera acción será Bizancio, última y preciosa perla que quedaba de las que figuraron en la corona de Constantino y de Justiniano. Esa perla está a merced de cualquier osada tentativa. El Imperio bizantino, el Imperio romano de Oriente, que antes abarcaba el mundo, desde Persia a los Alpes, y que se extendía hasta los desiertos de Asia, formando un Estado colosal, que apenas podía ser recorrido en varios meses, se ha reducido de tal modo que se puede visitar ahora cómodamente en tres horas de marcha a pie.

Por desgracia, de aquel gran Imperio bizantino sólo quedaba una cabeza sin cuerpo, una capital sin reino: Constantinopla, la ciudad de Constantino, la antigua Bizancio, e incluso de esa Bizancio sólo una parte, la actual Estambul, pertenecía al Basileo, mientras que Gálata ya había caído en poder de los genoveses y todas las demás tierras a espaldas de la muralla que circunda la ciudad están en poder de los turcos; reducidísimo es este dominio imperial del último emperador, pues se limita únicamente a un enorme muro circular que rodea iglesias, palacios y el amontonamiento de casas al que se da el nombre de Bizancio.

Sometida al pillaje constante, despoblada por la peste, agotada por la defensa contra los pueblos nómadas, diezmada por luchas intestinas, esta ciudad se encuentra impotente para reunir el contingente humano y el arrojo que necesitaría para hacer frente con sus propias fuerzas a un enemigo que hace tiempo viene cercándola y asediándola por todas partes.

La púrpura del último césar de Bizancio, de Constantino, ya no tiene esplendor; su corona parece que sea ya juguete de un adverso destino. Pero justamente por estar ya cercada por los turcos y porque es veneradísima por todo el mundo occidental, merced a la cultura secular que le une a ella, Bizancio representa para Europa un símbolo de su honor.

Únicamente si la cristiandad unida ampara este bastión en ruinas del Oriente puede Santa Sofía continuar siendo la Basílica de la Fe, la última y más bella catedral fronteriza del cristianismo en Oriente.

Constantino ve al punto el peligro. A pesar de todos los discursos pacíficos de Mohamed, el césar cristiano, poseído de un santo y justificado temor, envía un emisario tras otro a Italia, al Papa, a Venecia, a Génova, para que manden galeras y soldados.

Pero Roma tarda en decidirse y Venecia también, pues hay un abismo teológico entre la fe de Occidente y la de Oriente. La Iglesia griega detesta a la romana, y su patriarca se niega a acatar la supremacía del Papa como Supremo Pastor.

Es verdad que, en vista del peligro inminente, en Ferrara y en Florencia se acordó en sendos concilios la unión de las dos Iglesias, asegurando así el auxilio a Bizancio.

Pero también es cierto que apenas el peligro dejó de ser tan acuciante para Bizancio, los sínodos griegos se resistieron a que el convenio entrara en vigor, pero tan pronto como Mohamed subió al poder, la necesidad se impuso a la tenacidad ortodoxa, puesto que, junto con la súplica en pro de una ayuda rápida, envió Bizancio su clara manifestación de acatamiento a Roma.

Entonces se equipan galeras con soldados y pertrechos; en uno de los barcos va el legado del Papa, para celebrar solemnemente la unión de la Iglesia de Occidente con la de Oriente y poder anunciar al mundo que el que atacare a Bizancio atacaría de hecho a toda la cristiandad unida.

Magnifico espectáculo el que tiene lugar aquel día de diciembre en la maravillosa basílica, cuyo esplendor de otra época en mármoles, mosaicos y deslumbrantes joyas apenas puede adivinarse hoy en la actual mezquita donde se celebra la gran fiesta de la reconciliación.

Allí está Constantino rodeado de sus grandes dignatarios, para constituirse, por su imperial corona, en el supremo testigo y fiador de la perpetua armonía entre ambas creencias. La grandiosa nave, que iluminan incontables cirios, está atestada de fieles.

Ante el altar celebran fraternalmente la misa el legado del Papa, Isidoro, y el patriarca ortodoxo, Gregorio. Por primera vez en aquella iglesia se menciona en las oraciones el nombre del Papa, y por primera vez también resuenan simultáneamente los salmos en lengua griega y latina en las bóvedas de la imperecedera catedral, mientras el cuerpo de San Espiridión es llevado en procesión solemne por la clerecía de ambas Iglesias.

Oriente y Occidente parecen unidos para siempre poniendo fin a la fratricida contienda entre una y otra religión, devolviendo la santa hermandad al mundo europeo y occidental.

Después de años y años de feroz lucha, se cumplió el ideal de Europa, el verdadero sentido de Occidente. Pero, desgraciadamente, los períodos de paz y de buen sentido no acostumbran prolongarse en la Historia.

Mientras las voces de la oración se unían santamente en la basílica, fuera, en una celda de un convento, un erudito monje llamado Genadio apostrofa rudamente a los latinos y a los traidores a la verdadera fe. Apenas ha prevalecido el buen sentido, cuando el fanatismo rasga sacrílegamente los lazos de la concordia fraterna.

El clero griego ya no piensa en la sumisión, y al otro lado del Mediterráneo los amigos se olvidan del prometido auxilio. Se envían unas pocas galeras, unos pocos soldados, es verdad, pero luego se deja a la ciudad abandonada a su triste destino.

Los tiranos, cuando preparan una guerra y no están bien armados, hablan mucho de paz. Así, pues, Mohamed, cuando sube al trono, recibe con palabras amistosas y tranquilizadoras a los embajadores de Constantino; promete pública y solemnemente por Dios y sus profetas, por los ángeles y por el Corán, que respetará los tratados establecidos con el Basileo.

Pero al mismo tiempo firma secretamente un tratado de neutralidad bilateral por tres años con húngaros y servios, justamente los tres años dentro de cuyo plazo piensa apoderarse de la ciudad sin estorbos de ninguna clase.

Hasta después que ha prometido y asegurado el mantenimiento de la paz no conculca el derecho a ella, iniciando la guerra. Hasta entonces, los turcos sólo poseían la orilla asiática del Bósforo, y así los buques podían pasar tranquilamente de Bizancio por el estrecho hasta el mar Negro, para abastecerse de cereales.

Pero este paso lo dificulta Mohamed, puesto que sin preocuparse de justificarlo manda construir una fortaleza en la orilla europea, en Rumili Hissar, precisamente en aquel lugar donde, en tiempos de los persas, el atrevido Jerjes atravesó el Helesponto.

Por la noche pasan miles y miles de peones a la orilla europea, que según los tratados no debería ser fortificada pero ¿qué caso hacen los tiranos de los tratados?

El Sultán dirige personalmente, día y noche, la construcción, y los bizantinos contemplan asombrados como les interceptan el paso hacia el mar Negro, contra todo derecho e infringiendo lo convenido.

Los primeros barcos que quieren cruzar aquel mar, hasta entonces libre, son atacados desde la fortaleza, a pesar de la paz oficial reinante, de modo que después de este alarde de poder tan rotundo cualquier disimulo ya resulta superfluo. En agosto de reúne Mohamed a todos sus agaes y bajaes y les declara abiertamente sus intenciones de atacar y conquistar Bizancio.

Muy pronto el intento se convierte en realidad brutal; se envían heraldos por el ámbito del Imperio turco llamando a todos los hombres capaces de empuñar las armas, y el 5 de abril de irrumpe, cual terrible huracán, un considerable ejército otomano en la llanura de Bizancio, el cual llega casi hasta las mismas murallas de la ciudad.

A la cabeza de sus tropas, ricamente ataviado, cabalga el Sultán, dispuesto a plantar su tienda frente a la Puerta de Lyka. Antes de desplegar sus banderas y estandartes al viento manda extender el sagrado tapiz de la oración y, tras de pisarlo con los pies descalzos, se inclina hasta tocar el suelo con la frente.

Detrás de él —¡oh espectáculo maravilloso! Levantose entonces el Sultán. El humilde se ha vuelto arrogante, el servidor de Dios se convierte en señor y en soldado, y los tellals , los heraldos oficiales, recorren el campamento para proclamar solemnemente, entre percutir de tambores y sonar de trompetas, que ha comenzado ya el sitio de Bizancio.

A Bizancio sólo le queda un poder y una fuerza: sus murallas. Ya no existe nada de su glorioso pasado, como no sea esta herencia de tiempos más prósperos y felices.

La ciudad está protegida por una fortificación triangular. Más abajo, las murallas de piedra cubren la defensa de los flancos frente al mar de Mármara y el Cuerno de Oro. Grandes extensiones ocupa la fortificación que mira hacia el campo abierto, la llamada muralla de Teodosio.

Ya con antelación habla mandado Constantino rodear la ciudad con grandes piedras cuadradas, y Justiniano las había extendido y fortificado. Pero el bastión propiamente dicho era obra de Teodosio, con la muralla de siete kilómetros de extensión, de cuya pétrea fuerza todavía dan fe las ruinas cubiertas de hiedra que hoy subsisten.

Guarnecida con troneras y almenas, protegida por fosos de agua, por torres cuadrangulares, en líneas paralelas dobles y triples, completada y renovada por varios emperadores durante un milenio, esta fortificación es considerada como el más perfecto ejemplo de inexpugnables baluartes de su tiempo.

Parece como si, al igual que sucedió cuando la invasión de los bárbaros y luego la de los turcos, las piedras de aquella famosa muralla pudieran resistir ahora impasibles a los nuevos métodos de guerra.

Nada pueden contra aquella muralla los arietes ni las cerbatanas y morteros, pues sigue en pie pese a todos los asaltos. Ninguna otra ciudad de Europa se yergue más firme y protegida que Constantinopla, al abrigo de la muralla de Teodosio.

Nadie mejor que Mohamed conoce estas fortificaciones y su resistencia. En sus noches en vela, incluso en sueños, piensa durante meses y años cómo podrá asaltaría, cómo destruirá lo indestructible. Se acumulan mapas y medidas sobre su mesa, mostrando los puntos débiles de las fortificaciones enemigas.

El Sultán conoce cada una de las elevaciones del terreno frente y tras de los muros, cada depresión, cada conducto de agua que los atraviesa, y sus ingenieros han estudiado con él todas sus particularidades.

Pero, ¡oh decepción! Hay que inventar una nueva artillería que permita acercarse a aquellas murallas inviolables. No hay otra solución, y Mohamed está dispuesto a procurarse esos nuevos medios de ataque a cualquier precio.

Y «a cualquier precio» significa que se está dispuesto a todo, que el entusiasmo cunda, que la cooperación se presente. Así, poco después de la declaración de guerra se presenta ante el Sultán el hombre que es considerado como el fundidor de cañones con más iniciativa y más experiencia del mundo.

Trátase de Urbas u Orbas, un húngaro que, aunque cristiano y a pesar de haber ofrecido antes sus servicios a Constantino, espera ahora verse mejor retribuido a las órdenes de Mohamed y que se le confíen misiones más trascendentales. Manifiesta que está dispuesto a fundir el cañón más grande que ha existido en el mundo, mientras le proporcionen los medios ilimitados que precisa para tamaña empresa.

El Sultán, que, como todo aquel que está poseído por una idea fija, estima que ningún precio es demasiado elevado para la consecución de su deseo, le facilita los obreros necesarios para empezar a trabajar inmediatamente, y en miles de carros hace transportar a Adrianópolis el mineral de hierro necesario para la empresa: durante tres meses, el fundidor se dedica a preparar con infinitos esfuerzos el molde de arcilla ajustado a ciertos secretos métodos de endurecimiento, como preliminar al riego de la candente masa.

El éxito es completo. Sale del molde y se enfría aquel cañón gigantesco, de tamaño desconocido hasta entonces. Antes del primer disparo de prueba, Mohamed manda pregonar el hecho por toda la ciudad, para que las mujeres encinta no se asusten del estruendo.

Y cuando con un estrépito infernal sale de la boca de aquel monstruo la poderosa bola de piedra, que logra derribar un muro de un solo disparo, Mohamed ordena que se fabrique de aquel gigantesco tamaño toda la artillería. Aquella primera máquina «lanzapiedras», como la llamarán después los griegos, horrorizados, hubiera empezado ya su cruel misión, pero surgió un problema: ¿cómo transportar aquel dragón de bronce por toda la Tracia hasta las murallas de Bizancio?

Entonces comenzó una odisea sin par. Todo un pueblo, un ejército entero se dedica a remolcar aquel enorme y rígido monstruo durante dos meses. Va delante la caballería, distribuida en patrullas para proteger aquel tesoro de cualquier ataque.

Siguen luego centenares y millares de peones, que avanzan día y noche con la misión de allanar las desigualdades del terreno, para facilitar aquel terrible transporte, que deja tras de sí los caminos intransitables durante meses.

Cincuenta pares de bueyes arrastran una barrera de carros, sobre cuyos ejes descansa el colosal cañón con peso equilibrado, como cuando se llevó el famoso obelisco de Egipto a Roma; doscientos hombres mantienen el equilibrio de aquel demonio metálico que oscila a derecha e izquierda, mientras cincuenta carreteros y carpinteros cuidan sin cesar de cambiar las ruedas de madera y engrasar los ejes, de reforzar los puntales, de tender puentes.

Es muy comprensible que la impresionante caravana avance paso a paso, cual lento rebaño de búfalos, para abrirse camino por montes y estepas. Maravilladas contemplan la comitiva las gentes de pueblos y aldeas y se pasman ante aquel monstruo de hierro que, como si fuera un dios de la guerra, va marchando asistido por sus sacerdotes y sus sirvientes.

No tardan mucho en seguir el mismo camino otros cañones salidos del mismo molde, que, cual madre fecunda, da a luz a aquellos hijos del diablo.

Otra vez pudo la humana voluntad hacer posible lo imposible. Muy pronto abren sus redondas bocas veinte o treinta cañones más ante Bizancio. Ha hecho su aparición la artillería pesada en la historia de la guerra, y empieza el duelo terrible entre las milenarias murallas de los césares orientales y los nuevos cañones del joven sultán.

Lenta pero tenazmente, los colosales cañones de Mohamed van destruyendo las murallas de Bizancio. Al principio sólo pueden efectuar cada uno de ellos seis o siete disparos al día, pero a diario el Sultán introduce nuevas unidades en sus baterías, que entre nubes de polvo y cascotes abren nuevas brechas en el castigado baluarte.

Es verdad que por las noches los pobres sitiados van tapando aquellos huecos como pueden, pero ya no combaten seguros tras la antigua e inexpugnable muralla que ahora se viene abajo.

Los ocho mil parapetados allí piensan con horror en el momento decisivo en que los ciento cincuenta mil hombres de Mohamed se lancen al ataque final sobre la ya debilitada fortificación. Ya es tiempo de que la cristianísima Europa se acuerde de cumplir su promesa.

Infinidad de mujeres con sus hijos se pasan el día entero orando en las iglesias. Desde las torres, los soldados observan día y noche la lejanía, por si aparece al fin el refuerzo de la flota papal o la veneciana en el mar de Mármara.

Por fin, el 20 de abril, a las tres de la madrugada, perciben un signo luminoso. A lo lejos distinguen un navío. No se trata de la anhelada, de la poderosa flota cristiana, pero siempre es un alivio; lentamente, impulsados por el viento, avanzan tres grandes bajeles genoveses, y luego otro más pequeño, un transporte bizantino, que trae cereales y va protegido por los otros tres.

Congrégase inmediatamente toda Constantinopla, entusiasmada, cerca de las murallas de la orilla, para saludar a los salvadores de la patria. Pero, al mismo tiempo, Mohamed se lanza a galope desde su purpúrea tienda en dirección al puerto, donde está a punto la flota turca, a la que ordena que a toda costa se evite la entrada de las naves en el puerto de Bizancio y en el Cuerno de Oro.

Son ciento cincuenta barcos, menores, es verdad, que hunden al instante sus remos en el agua. Armadas con hierros de amarre, botafuegos y catapultas, aquellas ciento cincuenta embarcaciones se lanzan hacia las cuatro galeras cristianas, pero éstas, fuertemente impulsadas por el favorable viento, escapan fácilmente de sus fanáticos perseguidores, que, entre un griterío ensordecedor, pretenden en vano alcanzarlas con sus descargas.

Majestuosamente, con las velas hinchadas, los barcos cristianos, sin preocuparse de sus atacantes, se dirigen hacia el Cuerno de Oro, puerto que les ofrece segura y duradera protección gracias a la famosa cadena tendida desde Gálata a Estambul. Las cuatro galeras están muy cerca de la nieta; las gentes congregadas en las murallas pueden distinguir ya los rostros de los tripulantes; aquellos millares de seres, mujeres y hombres, se arrodillan emocionados para dar gracias a Dios y a los santos por la providencial y feliz llegada de sus salvadores.

Pero de pronto ocurre algo terrible. El viento cesa súbita e inesperadamente, y los galeones quedan inmóviles en medio del mar, como retenidos por un imán a poca distancia del seguro refugio del puerto. Entre salvajes gritos de júbilo, el enjambre de lanchas enemigas acomete a los inmovilizados barcos cristianos.

Como fieras que se precipitan sobre la presa, los ocupantes de las pequeñas embarcaciones hunden los garfios de abordaje en los flancos de madera de las grandes naves, golpeándolas fuertemente con las hachas para hacerlas zozobrar, trepando por las cadenas de las anclas con refuerzos constantemente renovados, a fin de lanzar antorchas encendidas contra las velas con propósito de incendiarías.

El capitán de la flota turca aborda con su propio barco el transporte genovés, pretendiendo pasarlo por ojo. Ambas naves se entrecruzan como dos potentes luchadores. Verdad es que desde sus elevadas bordas y protegidos por sus blindados parapetos, los marineros genoveses pueden resistir de momento a los asaltantes, e incluso repelerlos con hachas y piedras, pero la lucha es demasiado desigual.

Tan de cerca como suele colocarse el pueblo para presenciar los feroces combates en el circo, asiste ahora con indecible angustia a una batalla naval que al parecer ha de acabar con la inevitable derrota de los suyos. A lo sumo, dos horas más, y las cuatro embarcaciones cristianas sucumbirán a la furiosa acometida en el grandioso circo del mar.

Los desconcertados griegos, reunidos en los muros de Constantinopla, a tan poca distancia de sus hermanos, crispan los puños y gritan imprecaciones en su impotente ira por no poder ayudar a sus salvadores. Muchos intentan animar a sus heroicos amigos con feroces gestos.

Otros, por su parte, invocan a Dios y a los santos de sus respectivas iglesias, que durante siglos protegieron a Bizancio, impetrando que se haga un milagro.

Pero en la orilla opuesta, en Gálata, también gritan y oran con igual fervor los turcos, que esperan asimismo el triunfo de los suyos; el mar se ha convertido en una palestra; la batalla naval es una especie de encuentro entre gladiadores.

El mismo Sultán acude al galope. Acompañado de sus bajaes, se mete en el agua, mojándose sus vestiduras. Haciendo portavoz de sus manos, arenga a su gente para que alcancen la victoria a toda costa. Cada vez que alguna de sus galeras retrocede, amenaza a su almirante esgrimiendo su cimitarra: « ¡Si no triunfas, no volverás con vida!

Pero la lucha toca a su fin. Van acabándose los proyectiles con los que han venido rechazando a las embarcaciones turcas. Los marineros están agotados tras una contienda que dura varias horas contra un enemigo cincuenta veces mayor en número. Declina el día. El sol se hunde en el horizonte.

Una hora más, y los barcos se verán arrastrados por la corriente hacia la orilla ocupada por los otomanos, más allá de Gálata, aun en el caso de que consigan evitar hasta entonces el abordaje.

Pero entonces ocurre algo que a los ojos de la angustiada multitud de Bizancio aparece como un milagro. Se oye de pronto un leve rumor que súbitamente aumenta Es el viento, el anhelado viento salvador que hincha de nuevo en toda su plenitud las velas de las naves cristianas. Se levantan triunfantes sus proas y en arrollador ímpetu se libran del acoso de sus enemigos, tomándoles una ventajosa delantera.

Entre el jubiloso clamor de los millares de espectadores que se encuentran en las murallas van penetrando los perseguidos galeones, uno detrás de otro, en el seguro puerto. Rechina de nuevo la cadena al remontarse para cerrarlo y queda disperso por el mar, impotente, el enjambre de pequeñas embarcaciones turcas.

Una vez más, la alegría de la esperanza se cierne como una rosada nube sobre la ensombrecida y desamparada ciudad. El extraordinario júbilo de los sitiados dura toda la noche. La noche suele exaltar la fantasía con el dulce veneno de los sueños. Aquellas gentes, por el espacio de una noche, se creen seguras y a salvo.

En sus optimistas fantasías imaginan que si las cuatro embarcaciones han logrado alcanzar el puerto con tropas y provisiones, semana tras semana irán llegando más refuerzos.

Europa no los ha abandonado. Y ven ya levantado el cerco, y, al enemigo, desconcertado y vencido. Pero también Mohamed es un soñador, pero un soñador que pertenece a esa otra especie mucho más rara de quienes saben transformar, gracias a la voluntad, los sueños en realidades, y mientras los galeones se sienten seguros en el puerto del Cuerno de Oro, proyecta un plan extremadamente temerario que merece parangonarse con las hazañas bélicas de Aníbal y Napoleón.

Ante él aparece Bizancio como fruta sabrosa que no puede alcanzar. El impedimento principal está representado por aquella lengua de tierra, aquel Cuerno de Oro, aquella bahía que guarda el flanco de Constantinopla.

Es prácticamente imposible llegar a ella, puesto que le estorba el paso la ciudad genovesa de Gálata, que obliga a Mohamed al mantenimiento de su neutralidad, y desde ella a la ciudad sitiada se tiende una cadena de hierro que cierra la entrada del golfo.

De frente no puede atacarla con la flota; sólo desde cierta ensenada interior, donde termina la posesión genovesa, podría dominarse la flota cristiana. Pero ¿cómo disponer de una flota en esa bahía interior?

Claro está que se podría construir una, pero ello requeriría meses de trabajo. El impaciente Sultán no puede esperar tanto. Entonces el gran Mohamed concibe un plan genial, que consiste en hacer pasar la flota desde donde se halla, por la lengua de tierra, hasta la bahía interior del Cuerno de Oro.

Este audacísimo proyecto de atravesar un istmo montañoso con cientos de embarcaciones parece a simple vista algo tan absurdo, tan irrealizable, que ni los bizantinos ni los genoveses de Gálata lo incluyen en sus cálculos estratégicos, como tampoco pudieron concebir los romanos, y más tarde los austríacos, la posibilidad del paso de los Alpes por Aníbal y por Napoleón.

Las enseñanzas de la experiencia humana establecen que los barcos sólo pueden avanzar por el agua, y nunca se ha visto que una flota cruce una montaña. Pero el genio militar está caracterizado por aquel que en tiempo de guerra desdeña todas las reglas bélicas conocidas, sustituyéndolas en un momento dado por la creadora improvisación.

Llega el momento culminante de una acción inesperada e incomparable. Silenciosamente, Mohamed manda fabricar rodillos de madera que hombres expertos convierten en grandes trineos, donde, cual diques secos terrestres, se colocan los barcos. Al mismo tiempo, millares de peones ponen manos a la obra para allanar el paso del camino que pasa por la colina de Pera y facilitar el transporte de las naves.

Para ocultar la presencia de tantos hombres empleados en la obra, el Sultán ordena que día y noche los morteros disparen cañonazos que, salvando la neutral ciudad de Gálata, siembren el terror en la sitiada, lo cual no tiene otro objeto sino distraer la atención para que puedan pasar las embarcaciones por montes y valles.

Mientras los griegos esperan un ataque por tierra, las ruedas de madera, bien engrasadas, se ponen en marcha y, tirados por innumerables yuntas de búfalos y con el auxilio de los marineros, los barcos van atravesando, uno tras otro, la montaña.

Apenas la noche impide con su manto cualquier mirada indiscreta, empieza la maravillosa expedición. Silenciosamente, aquel ardid fruto de una mente genial se lleva a término; se realiza el prodigio de los prodigios: toda una flota atraviesa la montaña.

Lo que decide las acciones militares es la sorpresa. Y ahí se manifiesta el gran genio y la preclara inteligencia de Mohamed.

Nadie barrunta lo que va a suceder. Ya dijo de sí el Sultán: «Si un pelo de mi barba se enterara de mis pensamientos, me lo arrancaría. Aquella noche del 22 de abril, setenta barcos son transportados de un mar a otro salvando montes, valles, viñedos, campos y bosques.

A la mañana siguiente, los moradores de Bizancio creen estar soñando: una flota enemiga, como conducida por manos de espíritus, despliega sus velas, con evidente ostentación de hombres y gallardetes, en el mismísimo corazón de la inaccesible ensenada interior.

Todos se frotan los ojos sin comprender cómo ha podido ocurrir semejante prodigio, pero las trompetas y atabales resuenan inmediatamente debajo del muro que hasta entonces quedaba protegido por el puerto; todo el Cuerno de Oro, a excepción de aquel estrecho territorio de Gálata, donde se halla embotellada la flota cristiana, está ya en poder del Sultán y de su ejército, gracias a aquel genial golpe de audacia.

Sin que nadie se lo impida, Mohamed puede ahora conducir sus tropas desde sus pontones contra la más débil de sus murallas. Así queda amenazado el flanco más vulnerable y aclaradas las filas de los defensores apostados en el resto de la fortificación, harto deficientes ya.

By Akinot

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